viernes, 5 de julio de 2019

El linyera - Mario Liand (Editorial Dunken)





Leo había tenido una vida digna junto a su familia. Era oriundo de la provincia de Mendoza. Allí había logrado tener una despensa donde vendía alimentos, bebidas, lácteos, pan entre otras cosas. Tenía su auto, un Renault 12, que para esa época era el auto más vendido en el país. Se levantaba muy temprano para atender a su clientela y también cerraba muy tarde por la noche.
Algunas veces se iba de pesca con algunos de sus amigos a un arroyo cercano a pasar en el monte un fin de semana.
Un día volvió a su casa porque se olvidó la caja de pescar precisamente y cuando llega a su casa encontró el negocio cerrado, abre la puerta con su llave y se dirige a buscar a su esposa para ver si se había dormido o si estaba descompuesta. Escucha música romántica y se dirige a la habitación matrimonial y allí descubre a un hombre desnudo haciendo el amor con su pareja.
Discutieron largamente esa infidelidad.
Fue tan grande la desilusión que tuvo, que decidió guardar unas prendas en una vieja mochila, el documento y partir sin sus pertenencias y se fue a vagabundear por el mundo.
Mil situaciones vivió a partir de ese día. Emprendió un viaje incierto. Los caminos lo llevaron a la Ciudad de Concordia, en Entre Ríos. Allí conoció otros “linyeras” de los que se hizo amigo y muchas veces compartían los alimentos que algunas personas le ofrecían a su pedido. Otras veces buscaban en las bolsas de desechos que los habitantes de la ciudad colocaban en las veredas para que se los lleve el recolector de residuos.
Con el pasar de los meses comprendieron que los restaurantes y negocios de comidas tiraban los alimentos que sobraban de los clientes. Siempre tenían en cuenta que tenían que revolver las cajas y bolsas antes de que los levantaran los carritos tirados por caballos y que lo hacían muy temprano, muchas veces antes del amanecer.
Los negocios de comida ponían todos los desechos dentro de los contenedores que el municipio había colocado para tal fin.
Algunas veces encontraban pizzas de días, ya con hongos, y que limpiaban con una lata y las ingerían. Otras veces, eran sobra de carne asada o hamburguesas, trozos de pan mescladas con yerba mate o las cenizas de los ceniceros o los pellejos de maní. Les pasaban la mano para “limpiarlos”. También cargaban con las botellas de agua mineral o gaseosa que les había quedado un poco adentro.
Los alimentos que recolectaban, los ponían en bolsas camiseta desechadas.
En ocasiones los echaban de algunas casas, porque tenían olor corporal muy fuerte. No tenían ropa como para cambiarse todos los días.
Este “linyera” tenía la precaución de levantar cualquier resto de jabón, envases de detergentes, repelentes. Sabía que siempre quedaba algo en su interior. De vez en cuando podía utilizarlos en el arroyo que está muy cerca del monte donde pasaba las noches.


      Buscaba el lugar con más hojarascas caídas de los árboles y allí tendía su tapado gastado y rotoso que alguien lo había descartado en una bolsa con ropas varias. Lo utilizaba como un colchón y para evitar la humedad del terreno. Así dormía entre una cantidad interminable de mosquitos, grillos y otros insectos. De día soportaba a los tábanos.
Todo lo que hacía se convirtió en algo normal para él. La sociedad lo rechazaba por los olores, por el atuendo, por la barba desprolija. Leo tenía los rencores, sus odios muy aferrados y también las desilusiones con las que lo había sorprendido la vida.
Una tarde pude hablar con él y fue cuando me contó todo esto. Traté de aconsejarlo pero yo no tenía ningún argumento para convencerlo de volver a incluirse a  la civilización. Estaba claro, a mí no me había tocado sufrir lo que el sentía por la vida, la gente, los amigos, los parientes, la familia o por el escapar de lo “socialmente aceptable”.
Como sociedad podemos ser muy injustos, discriminatorios y hasta dañinos  por no acercarnos a comunicarnos con el “linyera”, comprenderlos, o ponernos en el lugar de ellos para acercarnos a su experiencia de la vida que les toco o que eligieron por los golpes que te da la vida.
Leo se fue con su botella de plástico donde ponía el vino que compraba con algunas monedas que había conseguido.



Mario Liand
08 de febrero de 2019
9 a. m.

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